martes, 31 de agosto de 2010
sábado, 28 de agosto de 2010
EXPOCIENCIA
ESTA EXPOCIENCIA ME PARECIO NO TAN FABULOSA PERO SI ESTUBO DIVERTIDA
BUENO ESPERAREMOS HASTA LA PROXIMA EXPOCIENCIA DEL AÑO 2011.
SE DESPIDE
SU AMIGO ALONSO
viernes, 27 de agosto de 2010
HISTORIA DE SAN AGUSTIN
Nació el 13 de noviembre de 354 en Tagaste, pequeña ciudad de Numidia en el África romana. Su padre, llamado Patricio, no era religioso cuando nació su hijo. Su madre, Santa Mónica es puesta por la Iglesia como ejemplo de "mujer cristiana", de piedad y bondad probadas, madre abnegada y preocupada siempre por el bienestar de su familia, aún bajo las circunstancias más adversas. Mónica le enseñó a su hijo los principios básicos de la religión cristiana y al ver cómo el joven Agustín se separaba del camino del cristianismo se entregó a la oración constante en medio de un gran sufrimiento. Años más tarde Agustín se llamará a sí mismo "El hijo de las lágrimas de su madre".[1]
San Agustín estaba dotado de una gran imaginación y de una extraordinaria inteligencia. Se destacó en el estudio de las letras. Mostró un gran interés hacia la literatura, especialmente la griega clásica y poseía gran elocuencia. Sus primeros triunfos tuvieron como escenario Madaura y Cartago. Durante sus años de estudiante en Cartago desarrolló una irresistible atracción hacia el teatro. Al mismo tiempo, gustaba en gran medida de recibir halagos y la fama, que encontró fácilmente en aquellos primeros años de su juventud. Allí mismo en Cartago se destacó por su genio retórico y sobresalió en concursos poéticos y certámenes públicos. Aunque se dejaba llevar ciegamente por las pasiones humanas y mundanas, y seguía abiertamente los impulsos de su espíritu sensual y mujeriego, no abandonó sus estudios, especialmente los de filosofía. El propio Agustín hace una crítica muy dura y amarga de esta etapa de su juventud en sus Confesiones.
A los diecinueve años, la lectura de Hortensius de Cicerón despertó en la mente de Agustín el espíritu de especulación y así se dedica de lleno al estudio de la filosofía. Además, será en esta época cuando el joven Agustín conocerá a una mujer con la que mantendrá una relación estable de catorce años y con la cual tendrá un hijo: Adeodato.
En su búsqueda incansable de respuesta al problema de la verdad, Agustín pasa de una escuela filosófica a otra sin que encuentre en ninguna una verdadera respuesta a sus inquietudes. Finalmente abraza el maniqueísmo creyendo que en este sistema encontraría un modelo según el cual podría orientar su vida. Varios años siguió esta doctrina y solamente la abandonó después de hablar con el obispo Fausto. Ante tal decepción, se convenció de la imposibilidad de llegar a alcanzar la plena verdad, y por ello se hizo escéptico.
Sumido en una gran frustración personal, decide en 383 partir para Roma, la capital del Imperio. Su madre quiso acompañarle, pero Agustín la engañó y la dejó en tierra (cf. Confesiones 5,8,15). En Roma enferma de gravedad. Tras restablecerse, y gracias a su amigo y protector Símaco, prefecto de Roma, fue nombrado "magister rhetoricae" en Mediolanum (la actual Milán).
Conversión al cristianismo
Fue en Milán donde se produjo la última etapa antes de su conversión: empezó a asistir como catecúmeno a las celebraciones litúrgicas del obispo Ambrosio, quedando admirado de sus predicaciones y su corazón. Entonces decidió romper definitivamente con el maniqueísmo. Esta noticia llenó de gozo a su madre, que había viajado a Italia para estar con su hijo, y que se encargó de buscarle un matrimonio acorde con su estado social y dirigirle hacia el bautismo. Se despidió de su compañera sentimental con gran dolor y en vez de optar por casarse con la mujer que Mónica le había buscado, decidió vivir en ascesis; decisión a la que llegó después de haber conocido los escritos neoplatónicos gracias al sacerdote Simpliciano. Los platónicos le ayudaron a resolver el problema del materialismo y el del mal. San Ambrosio le ofreció la clave para interpretar el Antiguo Testamento y encontrar en la escritura la fuente de la fe. Por último san Pablo le ayudó a solucionar el problema de la mediación y de la gracia. Ya sólo quedaba la crisis decisiva, estando en el jardín con su amigo Alipio, reflexionando sobre el ejemplo de Antonio, oyó la voz de un niño de una casa vecina que decía: toma y lee,[2] y entendiéndolo como una invitación divina, cogió la Biblia, la abrió por las cartas de Pablo y leyó el pasaje Rom 13, 13ss. Al llegar al final de esta frase se desvanecieron todas las sombras de duda.[3]
San Agustín estaba dotado de una gran imaginación y de una extraordinaria inteligencia. Se destacó en el estudio de las letras. Mostró un gran interés hacia la literatura, especialmente la griega clásica y poseía gran elocuencia. Sus primeros triunfos tuvieron como escenario Madaura y Cartago. Durante sus años de estudiante en Cartago desarrolló una irresistible atracción hacia el teatro. Al mismo tiempo, gustaba en gran medida de recibir halagos y la fama, que encontró fácilmente en aquellos primeros años de su juventud. Allí mismo en Cartago se destacó por su genio retórico y sobresalió en concursos poéticos y certámenes públicos. Aunque se dejaba llevar ciegamente por las pasiones humanas y mundanas, y seguía abiertamente los impulsos de su espíritu sensual y mujeriego, no abandonó sus estudios, especialmente los de filosofía. El propio Agustín hace una crítica muy dura y amarga de esta etapa de su juventud en sus Confesiones.
A los diecinueve años, la lectura de Hortensius de Cicerón despertó en la mente de Agustín el espíritu de especulación y así se dedica de lleno al estudio de la filosofía. Además, será en esta época cuando el joven Agustín conocerá a una mujer con la que mantendrá una relación estable de catorce años y con la cual tendrá un hijo: Adeodato.
En su búsqueda incansable de respuesta al problema de la verdad, Agustín pasa de una escuela filosófica a otra sin que encuentre en ninguna una verdadera respuesta a sus inquietudes. Finalmente abraza el maniqueísmo creyendo que en este sistema encontraría un modelo según el cual podría orientar su vida. Varios años siguió esta doctrina y solamente la abandonó después de hablar con el obispo Fausto. Ante tal decepción, se convenció de la imposibilidad de llegar a alcanzar la plena verdad, y por ello se hizo escéptico.
Sumido en una gran frustración personal, decide en 383 partir para Roma, la capital del Imperio. Su madre quiso acompañarle, pero Agustín la engañó y la dejó en tierra (cf. Confesiones 5,8,15). En Roma enferma de gravedad. Tras restablecerse, y gracias a su amigo y protector Símaco, prefecto de Roma, fue nombrado "magister rhetoricae" en Mediolanum (la actual Milán).
Conversión al cristianismo
Fue en Milán donde se produjo la última etapa antes de su conversión: empezó a asistir como catecúmeno a las celebraciones litúrgicas del obispo Ambrosio, quedando admirado de sus predicaciones y su corazón. Entonces decidió romper definitivamente con el maniqueísmo. Esta noticia llenó de gozo a su madre, que había viajado a Italia para estar con su hijo, y que se encargó de buscarle un matrimonio acorde con su estado social y dirigirle hacia el bautismo. Se despidió de su compañera sentimental con gran dolor y en vez de optar por casarse con la mujer que Mónica le había buscado, decidió vivir en ascesis; decisión a la que llegó después de haber conocido los escritos neoplatónicos gracias al sacerdote Simpliciano. Los platónicos le ayudaron a resolver el problema del materialismo y el del mal. San Ambrosio le ofreció la clave para interpretar el Antiguo Testamento y encontrar en la escritura la fuente de la fe. Por último san Pablo le ayudó a solucionar el problema de la mediación y de la gracia. Ya sólo quedaba la crisis decisiva, estando en el jardín con su amigo Alipio, reflexionando sobre el ejemplo de Antonio, oyó la voz de un niño de una casa vecina que decía: toma y lee,[2] y entendiéndolo como una invitación divina, cogió la Biblia, la abrió por las cartas de Pablo y leyó el pasaje Rom 13, 13ss. Al llegar al final de esta frase se desvanecieron todas las sombras de duda.[3]
En 386 se consagra al estudio formal y metódico de las ideas del cristianismo. Renuncia a su cátedra y se retira con su madre y unos compañeros a Casiciaco, cerca de Milán, para dedicarse por completo al estudio y a la meditación. El 23 de abril de 387, a los treinta y tres años de edad, es bautizado en Milán por el santo obispo Ambrosio. Ya bautizado, regresa a África, pero antes de embarcarse, su madre Mónica muere en Ostia, el puerto cerca de Roma.
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